domingo, 23 de febrero de 2014

Emul: la Casa de las Aguas

Sumo Sacerdote de Daguna
Daguna es el Igigu que preside el panteón de la ciudad de Mari. Dispone del mayor zigurat que existe en la urbe, y sus sacerdotes son los más influyentes y poderosos que se puede encontrar. La Casa de las Aguas es el nombre del enorme templo de este dios, desde el que puede abarcarse toda la ciudad. Allí es adorado por los miles de fanáticos seguidores de la ciudad, entrando en filas desordenadas y caóticas con sus animales de sacrificio listos para ser entregados a los sacerdotes y acólitos.

Daguna es un dios misterioso, pero tremendamente beneficioso, no siendo vano que los títulos que le dedican sus fieles son el Dios de la Prosperidad y el Conductor de los Ríos. Ambos son reflejos de los dominios que le son adjudicados: la multiplicación del grano de los campos y la crecida anual de las aguas del Buranum. Tales poderes son grandes en una civilización que depende de las cosechas y la correcta irrigación de los campos para obtener cosechas suficientes para alimentarse. Las sequías, crecidas inesperadas y malas cosechas son consideradas maldiciones del dios, aunque parece ser que Daguna es un dios generoso, más propenso a escuchar las súplicas de sus fieles que otros Igigu, y su respuesta suele ser favorable. El agua dulce es, por tanto, uno de sus regalos para el hombre, junto a la azada que permitió la agricultura.

Otros de sus regalos vinieron de forma indirecta a través de los apkallu, misteriosas criaturas de las aguas que dejaron a los Awilum el conocimiento necesario para sobrevivir tras su revuelta contra los dioses que los crearon. Estos seres, ocultos durante mucho tiempo, parecen haber resurgido en el lejano sur de Kishar, aunque hay rumores de alguna visita similar en Mari.

Sea como fuere, la adoración de Daguna en la ciudad le ha granjeado un gran poder. La Casa de las Aguas domina al resto de religiones, y sus sacerdotes se encuentran por todas partes: desde presidiendo graves ceremonias en el templo principal, hasta predicando sus bendiciones entre los agricultores de las aldeas cercanas. Se los puede reconocer por su extravagante indumentaria: todos los sacerdotes llevan unas capas cortas y unos faldones hechos con escamas de bronce (indumentaria muy cara, que demuestra el poder adquisitivo del templo), simulando la brillante piel de los peces. Una corona de oro con forma de cabeza de pescado y rubíes por ojos remata el conjunto en el caso del sumo sacerdote. Los acólitos llevan únicamente unas cestas con forma similares a conchas marinas, llamadas mazrutu, hechas con juncos de río y que contienen peces frescos, que son entregados a los más pobres. Todas las mañanas, estos acólitos acuden por parejas a los arrabales de la ciudad de Mari, haciendo proselitismo del dios entre los que menos tienen, y gananado así más almas para el dios. Pocos templos pueden competir con tales obras, que consideran por debajo de su dignidad.


Anillo llevado por los sacerdotes


Daguna siempre ha sido un dios generoso, y en el templo está uno de los tesoros más ansiados: la Cornucopia. De origen extraño, la cornucopia es una mezcla de cuerno y concha marina gigante (unos 4 metros de longitud), con glifos plateados desconocidos, y recubierta de oro. Colocado sobre un altar a la vista de todos, esta reliquia sagrada puede obrar diversos milagros en función de las ceremonias usadas, aunque sólo se usa en tiempos de gran necesidad. La más sonada fue hace cuatro décadas, cuando en una gran procesión los sacerdotes llevaron la cornucopia hasta el borde del Buranum, y después de todo un día de rezos y sacrificios (incluyendo docenas de prisioneros cimerios y uridummu), al caer el sol en el oeste, brotó de la boca de la cornucopia una cascada de enormes peces durante varias horas, permitiendo comer a la hambrienta población. Los pescadores volvieron durante varios meses con las redes llenas y las cosechas de ese año fueron de las mejores que se recuerdan. Falta decir que las ofrendas hacia el templo se cuadriplicaron los años siguientes.


Pero el mayor tesoro, que ansían todos los Ensi, y que incluso el mismísimo Sargón codicia, es el Agua de la Vida, llamada Abzu, de la que se dice que todo aquel que la beba será inmortal para siempre. Dicen que bajo el templo, custodiada por guardianes sagrados, hay un manantial del que brota constantemente. Otros dicen que en realidad el manantial no está allí, sino oculto en algún lugar del desierto, al que sólo el sumo sacerdote y sus descendientes saben llegar. La verdad, sin embargo, podría ser mucho más siniestra, y la razón de que Sargón no haya arrasado el templo en su busca, al saber de qué se trata en realidad. En realidad, el Abzu es la mismísima sangre del dios, un líquido parecido al agua dulce, pero del sabor de la hiel del pescado, que surge de la estatua que hay en una sala oculta del templo, y al que sólo el sumo sacerdote y los sacerdotes de confianza tienen acceso. La sangre brota de un costado de la estatua una noche especial del año. Beberla, dejando de lado lo horrible que es su gusto, no parece tener efectos significativos. En realidad, sus consecuencias se producen muy lentamente, a lo largo de los años, a medida que la sangre transforma el cuerpo del sacerdote en uno de los hijos del dios, alargando su vida en el proceso, hasta que éste se transforma en un ser híbrido entre un hombre y una criatura marina. Después de varios siglos, el elegido se acaba transformando en un apkallu, debiendo fingir su muerte y abandonar su cargo público en el templo. Estas criaturas son las auténticas mentes maestras detrás del culto, inmortales criaturas que sirven ciegamente a su dios, y dominan al sumo sacerdote del templo, un mero títere para ellos. Rara vez permanecen mucho tiempo en la ciudad: por alguna extraña razón, las tierras del sur les atraen terriblemente, como si el propio Dios les llamase. Actualmente, sólo una de estas criaturas ha permanecido en el templo, una criatura vieja y astuta al que Zimiri, el sumo sacerdote, teme con horror.
Apkalu de Mari, con su distintiva corona cónica de sumo sacerdote.


Nota: la versión de estos Apkalu no es precisamente la misma que tiene Rodrigo en el manual. Lo he hecho a posta, para hacer encajar la imagen con la tradicional del hombre-pez de la Mesopotamia histórica. Nada impide que se cambie a la de Rodrigo. O que incluso haya dos versiones: una sirviendo a Daguna, y otra a Kuthalu, quizás cooperando, quizás no. Es cuestión de gustos.

sábado, 15 de febrero de 2014

El mercado de esclavos

Mari ostenta el dudoso honor de ser la ciudad de Kishar con el mayor número de esclavos. El comercio de personas es el negocio más lucrativo, y los awilum que se dedican a él se cuentan entre los más poderosos de la ciudad. De hecho, Labaón, el mismísimo Ensi, es uno de ellos, y aprovecha todas las oportunidades que puede para lucrarse a costa de otros esclavistas.

La razón es la existencia de los Fenicios: Mari es casi la única parada que hacen estos enigmáticos y siniestros visitantes extranjeros al Imperio de Sargón, y ellos comercian únicamente con esclavos, los cuales desean en gran abundancia. A cambio, proporcionan toda clase de artículos de tierras lejanas, como el carísimo tinte púrpura, reservado para Sargón el Grande y los Ensi, la ansiada madera de cedro para la construcción y la decoración, gemas y metales preciosos. Esto hace que cualquier Fenicio sea bienvenido a la ciudad, no importa la hora o el momento en que lo haga.

Nadie sabe qué hacen los Fenicios con los esclavos, pero más allá de la curiosidad,a nadie le importa salvo a los mismos mushkenu, que temen acabar allí. De hecho, los Fenicios causan auténtico terror entre los esclavos, pues desde pequeños saben que estas criaturas se llevan a cualquiera, son el auténtico hombre del saco para ellos gracias a miles de historias que han oido de ellos y los parientes y amigos que vieron alejarse por el desierto. Y temen que si llaman la atención de uno de ellos, serán vendidos por su amo y desaparecerán como todos los demás. Esto hace que, cuando un Fenicio entra en algún hogar, los mushkenu traten de escabullirse tanto como puedan de su presencia. Y es que las criaturas mudas no parecen tener predileccion por ningún rasgo particular de los esclavos. Se sabe que han escogido desde las más hermosas concubinas de reyes hasta los ancianos más enfermos. Nadie sabe la razón por la que un Fenicio preferirá a un esclavo sobre otro, más allá de lo que parece un capricho para los amos awilum. Esto no ayuda a tranquilizar a los mushkenu.

Debido al comercio de carne, los awilum de Mari compran esclavos de casi cualquier sitio. Los mismos Asirios (Assures en la Puerta de Kishar, gusto personal mío el llamarlos así) usan sus redes de contactos y transportes como intermediarios para poner en contacto a sus clientes con los esclavistas de otras ciudades. Es por tanto común encontrar todos los días hileras de mushkenu entrar en la ciudad, quedando en grandes recintos a la espera de venderlos, como si fueran ganado.

Vigilados por leales guardianes, los esclavos son tasados a su llegada por expertos burócratas palaciegos dedicados a ello. El estado de salud, la edad y el sexo son factores importanes que determinan el precio. Una vez valorados, se usa barro mezclado con cenizas para pintar en alguna zona corporal del mismo el resultado de la valoración, para que esté a la vista de los potenciales compradores. Aunque la esclavitud es degradante, es el motor de la economía del Imperio, sin cuya mano de obra barata se vendría abajo. Desde el punto de vista de los awilum, sin la esclavitud no existiría la civilización, y por tanto ninguna sociedad digna de ser considerada como tal carece de ella. A esta práctica se unen los frecuentes sobornos que realizan los vendedores de esclavos a los funcionarios, con el fin de pasar por alto o tasar la mercancía humana a precios más elevados.

Una vez tasados, los esclavos son expuestos en un mercado especial que existe dentro de la ciudad. Allí acuden los awilum para adquirir sus siervos. Las mujeres acuden principalmente para adquirir personal doméstico, y como de una simple frutería actual se tratase, regatean con habilidad con los comerciantes Asirios por el precio. Rara vez compran más de dos o tres. En cambio, los capataces awilum adquieren grandes lotes de esclavos, pues el fin es conseguir mano de obra para trabajar. En algunos casos, sobre todo si los esclavos son cimerios o uridummu, van a parar a los fosos de gladiadores.

Los esclavos rara vez escapan: en su mayoría están demasiado debilitados, además de que aceptan su condición como tales. Los que lo intentan tienen difícil hacerlo: si se les encuentra, son golpeados sin piedad por los guardias, que no dudarán en perseguirlos por toda la ciudad. Además, ningún mushkenu los ayudará, puesto que serán castigados también. La única salida posible para un mushkenu es escapar de la ciudad... o adentrarse en el Templo de los Gissu. Ningún esclavo que se adentra en el santuario vuelve a salir jamás, aunque los sacerdotes pagarán al dueño el precio del mismo. Nadie sabe cuál es el destino de los esclavos fugados en su interior.

viernes, 7 de febrero de 2014

Los Uridummu de Mari

En general, estas criaturas no gozan de buena reputación en el Imperio de Sargón, pero el poco aprecio que se les tiene se pierde en la ciudad de Mari.

Considerados poco más que bestias astutas, la relación de los amorreos con los awilum de la ciudad es, en el mejor de los casos, de suspicacia contenida, y en el peor, de abierta hostilidad.

El concepto que cualquier habitante de Mari tiene de una de estas criaturas encajaría perfectamente con la imagen de la izquierda: un ladrón astuto, cobarde, sin honor y sediento de sangre, que codicia las reses y tierras de Mari. No es casualidad que se les llame uridummu (perros rabiosos).

Este estereotipo nace a partir de la imaginación y los relatos que circulan de las incursiones que realizan los amorreos anualmente en los campos y aldeas que están al servicio de los awilum. En pequeños grupos, los habitantes del desierto aparecen de la nada y roban tanto como pueden llevar para desaparecer en el interior de las arenas, llevando a cabo asaltos muy rápidos que la guardia de la ciudad rara vez puede contener a tiempo. Tampoco ayudan los conflictos que tienen cuando acuden con sus rebaños de cabras a pastar tierras que son propiedad de los awilum, ocupando y esquilmando parcelas dispuestas para el cultivo.

Todo esto que ocurre es verdad, pero los amorreos no son las criaturas malvadas y de negro corazón que los habitantes de Mari creen. La ciudad reclama casi todas riberas del río Buranum, y los habitantes del desierto necesitan algunas de dichas zonas para subsistir junto a sus familias. Aunque existen oasis en el interior del desierto, son escasos en número, y la cantidad de personas y reses que pueden vivir en ellas no es muy grande. Esto obliga a los clanes y tribus a desplazarse al límite del desierto, donde entran en lucha con la ciudad y entre sí mismos por los escasos recursos existentes, ya que los codiciosos awilum se niegan a compartir sus tierras con unas bestias pulgosas. El resultado es un constante ir y venir de clanes en los márgenes izquierdos del río, e incluso de clanes enteros tratando de entrar en el Imperio.

No todas las incursiones son violentas: algunos han conseguido llegar a un entendimiento pacífico con los habitantes de Mari. 

El más habitual es en el papel de comerciante, aprovechando su existencia nómada para conseguir productos del desierto que intercambiar con los habitantes de Mari. Aunque no tan codiciados como los bienes de los Fenicios, las alfombras de pieles, ciertas variedades de dátiles y otros artículos son apreciados, y pueden cotizar un precio adecuado en el mercado. Debido a su recelo por las ciudades, estos amorreos comercian fuera, en las aldeas y tierras salvajes. Pero el hecho de no acudir al mercado no les hace más estúpidos: uno de los problemas frecuentes entre los awilum y los uridummu es la comunicación. Aunque capaces de hablar, los uridummu tienen dificultades con ciertos sonidos, ya que su lengua natural es más gutural y se basa también en el lenguaje corporal, que los hombres no conocen o no entienden. En el caso de las expresiones, se producen malentendidos también: unas orejas agachadas pueden indicar un gesto de disculpa, pero también un signo de enfado dependiendo de si el amorreo mira directamente o no al otro, y una sonrisa puede interpretarse como un intento de ser agradable (en las costumbres de los awilum y sus siervos) o como una amenaza directa (entre los habitantes del desierto).

Otros servicios que prestan en ocasiones es el de exploradores y cazadores. Reconocidos por su habilidad para moverse en entornos salvajes, no es raro que un awilum contrate a uno o dos uridummu como guías en su partida de caza, a cambio de parte de la pieza o de otros favores.

Un último "servicio", por así decirlo, es como esclavo. No obstante, los uridummu no son buenos esclavos: siempre intentarán escapar (a diferencia de los dóciles mushkenu y wardu), matarán a sus amos si pueden, y son malos en casi cualquier trabajo (sea por falta de experiencia o de ganas). Ningún awilum los quiere en general, aunque en Mari les han encontrado un uso: como gladiadores de las luchas de fosos.